Esposo de la Virgen María

Utilizando textos
suyos de Evangelii gaudium (EG), Amoris
laetitia (AL), Laudato si (LS), Gaudete et exúltate (GEx), contemplemos
algunos momentos de la vida de san José, esposo de María de Nazaret, la madre
de Jesús, y de quien hizo de padre putativo.
Leemos en el Evangelio que “Jesús, al
empezar su vida pública, tenía unos treinta años y se pensaba que era hijo de
José” (Lc 2, 23) y después
de unas semanas correteando por el lago de Tiberíades y haciéndose con los
primeros 4 discípulos regresó a Nazaret “Y (…) les enseñaba en la sinagoga de modo que atónitos se decían: «¿No es
éste el hijo del carpintero?»” (Mt 13, 53-55).
Cuando Felipe encontró a su amigo Natanael,
le dijo: “Hemos
hallado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús,
hijo de José de Nazaret” (Jn 1, 45).
“José,
como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea,
a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su
esposa, que estaba encinta” (Lc 2, 1-5).
Esa salida
de su pueblo natal hace recordar lo que pide Francisco: “que
nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa
contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres
donde nos sentimos tranquilos”
(EG, 49).

Por eso Francisco quiere que todos
aprendamos que “la cultura del bienestar
nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no
hemos comprado” (EG, 54). Y en otra ocasión deja escrito que “La espiritualidad cristiana
propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un
retorno a la simplicidad (…) sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos
por lo que no poseemos” (LS, 222).
Siguiendo los relatos evangélicos, leemos que “cumplidos
los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén
para presentarlo al Señor, como está mandado en la Ley del Señor” (Lc 2, 22-24). Allí
va Jesús, en brazos de María, acompañada por su esposo José, se “topó” con el
anciano Simeón y la anciana Ana. Y por ello Francisco nos dice: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se
encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al
menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día
sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es
para él” (EG, 3).
“Después
que se marcharon (los magos de Oriente),
un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma
al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga, porque
Herodes va a buscar al niño para matarlo. Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y huyó a
Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes” (Mt 2, 13-15).
Lo
mismo se le dice a la Iglesia: “Fiel al
modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a
todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y
sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a
nadie” (EG, 23). “Compete a todos como tarea cotidiana (…) llevar el Evangelio
a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los
desconocidos (…) en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino” (EG, 127).

Al
papa Francisco le da pie para escribir: “La
Iglesia, que es discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la
Palabra revelada y en su comprensión de la verdad (…) A quienes sueñan con una
doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una
imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se
manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza
del Evangelio” (EG, 40). “En su constante discernimiento, la
Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente
ligadas al núcleo del Evangelio (…) No tengamos miedo de revisarlas (…) que ya
no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida” (EG, 43).

“Me
gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con
tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el
pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo
(…) es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que
viven cerca de nosotros” (GEx, 7).
Para vivirlo en la vida cotidiana, “es muy noble asumir el deber de cuidar la
creación con pequeñas acciones cotidianas, y es maravilloso que la educación
sea capaz de motivarlas (…) reutilizar algo en lugar de desecharlo rápidamente,
a partir de profundas motivaciones, puede ser un acto de amor que exprese
nuestra propia dignidad” (LS, 211).
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José es Patrono de la buena muerte porque murió en brazos de Jesús y de María |
En
los más de 30 años de vida oculta de Jesús, como su madre María y como José, “necesitamos (…) una mirada contemplativa,
esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en
sus calles, en sus plazas (…) Esa presencia no debe ser fabricada sino
descubierta, develada” (EG, 71). “María sabe
reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y
también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio
de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de
todos” (EG, 288).
Podemos acudir al santo patrono de la Iglesia
universal acordándonos de que “puede
enseñarnos a cuidar, puede motivarnos a trabajar con generosidad y ternura para
proteger este mundo que Dios nos ha confiado” (LS, 242). “Santa Familia de Nazaret, haz tomar
conciencia a todos del carácter sagrado e inviolable de la familia, de su
belleza en el proyecto de Dios. Jesús, María y José, escuchad, acoged nuestra
súplica. Amén” (AL, 325).
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