A los ocho días de su asunción

San Bernardo, en una homilía
exulta para que también exultemos sobre las excelencias de la Virgen Madre: Así, engalanada con las joyas de estas
virtudes, resplandeciente con la doble hermosura de su alma y de su cuerpo,
conocida en los cielos por su belleza y atractivo, la Virgen regia atrajo sobre
sí las miradas de los que allí habitan, hasta el punto de enamorar al mismo Rey
y de hacer venir al mensajero celestial (Homilía 2,1-2. 4). Las “joyas” de las virtudes dice el santo que no son mantos, capas, collares, coronas, pulseras, anillos…
Se lee en el Catecismo de la
Iglesia que “Cristo (…) quiere decir
"ungido" (…) en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le
eran consagrados para una misión que habían recibido de él. Este era el caso de
los reyes (...), de los sacerdotes
(...) y, excepcionalmente, de los profetas (…) El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (...) a la
vez como rey y sacerdote (...) pero también como profeta (CEC 436).
Juan Pablo II recordaba al
respecto que “La Iglesia se hace… más
idónea al servicio del hombre… participando en el “triple oficio” que es propio de su mismo Maestro y Redentor… (con) la
participación en la triple misión de Cristo, en su triple oficio –sacerdotal,
profético y real-, nos hacemos más conscientes de aquello a lo que debe servir
toda la Iglesia” (RH, 18). María reina como Cristo y así cada uno de los humanos.
Y más adelante, en esa su primera Encíclica, añadía: “El Concilio Vaticano II… a través de la indicación de la triple misión de Cristo, participando en ella… ha puesto de relieve… re-descubrir… la particular dignidad de nuestra vocación que puede definirse como “realeza”… se expresa en la disponibilidad para servir… “No he venido para ser servido, sino para servir” (Mt 20, 28) (RH, 21).

San Pablo traducía su vida cristiana con aquella conocida exclamación: “vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,19b).
María es Reina del mismo
reino de su Hijo, es la Reina del reino de los cielos, del Reino de Dios, y no
de otro a su medida o a la nuestra. Ella tiene una ilusión que no se apaga ni
se desanima con nosotros los humanos, sus hijos por ser hijos de Dios, que
solemos meter la pata más veces que hacer algo bueno para instaurar el Reino en lo que nos toca como humanos. Ella no se cansa de hablarnos
del Reino de Dios con su mirada maternal que penetra en nuestro
corazón. Ella no es distinta a su Hijo y nos enseña a hacer lo
que Él os diga.

Cuando oyó (Jesús) que Juan había sido encarcelado (…) comenzó
Jesús a predicar y a decir: está al llegar el
Reino de los Cielos (Mt 4, 12-13,17).
A estos doce envió Jesús dándoles estas instrucciones (…) Id
y predicad diciendo que el Reino de los Cielos está al llegar (Mt 10, 5-7). El
papa Francisco, en su primera Enc. “La alegría del Evangelio, EvG) no recuerda
que “Evangelizar es hacer presente en el
mundo el Reino de Dios” (EvG, 176).
“Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación personal con Dios. La propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios que reina en el mundo” (EvG 180).
“Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación personal con Dios. La propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios que reina en el mundo” (EvG 180).

El Reino es para la humanidad entera, por eso Jesús
mismo dijo en una ocasión: “os digo que muchos de Oriente y Occidente
vendrán y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los
Cielos, mientras que los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas
exteriores: allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt
8,11-12).
Para vivir de acuerdo con esas palabras de Jesús, Francisco nos dice: “aliento a (…) una «siempre vigilante
capacidad de estudiar los signos de los tiempos». Se trata de una
responsabilidad grave (…) Es preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto
del Reino y también aquello que atenta contra el proyecto de Dios” (EvG 51).
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Francis Bacon |
Anteriormente ya Benedicto
XVI, lógicamente, decía lo mismo puesto que es uno de los propósitos del
Concilio Vaticano II para corregir las deficiencias actuales de los cristianos: “En Bacon la esperanza recibe una nueva
forma. Ahora se llama: fe en el progreso. En efecto, para Bacon está claro que
los descubrimientos y las invenciones apenas iniciadas son sólo un comienzo;
seguirán descubrimientos totalmente nuevos, surgirá un mundo totalmente nuevo,
el reino del hombre” (Spe salvi).
Evidentemente la Reina de los
cielos, María, no compite contra Dios para construir su reino. Allí está, en la
presencia de la Trinidad santísima, más pendiente que nunca de cada uno de
nosotros, sus hijos. Y Ella, Madre, pide por cada uno como hizo la madre de los
hijos de Zebedeo (Juan y Santiago) que “se postró para hacerle una petición (Mt 20, 20-22). Seguro que lo hace con más fuerza, con más gracia, con más visión sobrenatural, coincidiendo con la voluntad de Dios que paradojicamente se acopla a la suya.
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