dilluns, 6 d’agost del 2018

MIRANDO A JESÚS EN EL TABOR

¿La salvación es para todos 
o solo para algunos?

Cada 6 de agosto se celebra la fiesta de la transfiguración de Jesús en lo alto del monte Tabor, ante Pedro, Juan, Santiago, Elías y Moisés. Es día en que muchos Salvador (o Boro) celebran su santo. Los demás lo celebran en noviembre, el día de la Dedicación de la Basílica romana del Salvador o también llamada de san Juan de Letrán.

La dimensión salvadora de Jesús de Nazaret es, ha sido y seguirá siendo, tema que rebota por el “coco” porque es (una vez más) meterse en el misterio del Dios único, infinito, que no cabe en nuestra cabeza. Eso les pasaba a los discípulos que «se asombraban aún más diciéndose unos a otros: Entonces, ¿quién podrá salvarse?» (Mc 10, 26).

Monte Tabor
¿Solo se salvan los bautizados? En la etapa actual de la historia (de la salvación), después de Cristo, como antes de él, tampoco puede exigirse una fe explícita para conceder la salvación, como decían Vitoria y el Aquinate, ya que eso no podía ser exigido para los del Antiguo Testamento, o sea, en los siglos antes de Cristo desde el inicio de la humanidad sobre la Tierra. 

Tan extremistas son los que creen que nadie se salva si no está bautizado con agua, como extremista es por el otro lado el optimismo exagerado de los “discípulos”·del teólogo Karl Rahner con sus “cristianos anónimos”, llevada su tesis al extremo del absoluto.

¿Para qué el bautismo de agua? ¿Qué diferencia habrá –planteó san Roberto Belarmino- en el cielo entre los bautizados con agua y los no bautizados así? ¿Será el cielo uniformista? ¿No hay muchas moradas? ¿Serán compartimentos estancos entre los marcados con el “carácter” y los no marcados? ¿La sociedad celestial será de castas incomunicables al estilo hinduista?

Ni son todos los que están –dice la sabiduría popular-, ni están todos los que son. Por eso la Iglesia Católica no agota la Iglesia de Cristo (¡el subsistit!) ya que uno se incorpora a ella por el bautismo (cf Lumen gentium, 13), pero sin olvidar el bautismo de deseo o la pertenencia espiritual y no sólo formal a su Iglesia.

Ha provocado no poco desconcierto y discusión la actual nueva traducción de las palabras que el sacerdote celebrante pronuncia en la consagración del vino. En algunos países se venía diciendo “por todos los hombres” pues el “pro multis” latino es totalidad y no parcialidad. Ahora hay que decir "por muchos", que no son todos, lo cual sugiere haber cortado a Dios la mano. ¿Ya no es todopoderoso?

La gracia salvadora evidentemente procede de Cristo, tanto la que tenían Adán y Eva en su condición paradisíaca, antes del pecado original, como la que recibe el hombre (varón y mujer) del AT y del NT. La Encarnación del Verbo no es debida únicamente a la redención, necesaria por culpa del pecado llamado original, pues en el plan de la creación, Dios tenía decretado que el hombre (varón y mujer) se salvara haciendo bien las cosas de este mundo terrenal. Esta idea, poco apoyada, en el 2007 la comentó Benedicto XVI en una de sus catequesis de los miércoles glosando al beato Juan Duns Scoto (+1308 con 43 años), audaz teólogo que creía en ello.

La problemática que hoy ofrece la cristianización de los pueblos y culturas no es nada diferente a la de tiempos apostólicos. Cristianizar es llevar el Evangelio a todas las gentes, es dar a conocer "la buena nueva" que es la salvación que Jesús nos ha regalado con su vida en la tierra que incluye su morir crucificado, la resurrección de su cuerpo al tercer día, su ascensión al cielo a los 40 días de resucitar. De esto precisamente hablaba Jesús con Elías y Moisés en lo alto del Tabor, pocas semanas antes de su arresto y crucifixión. No sé bien qué oirían y qué entenderían Pedro, Juan y Santiago.

La solución del primer Concilio, el de Jerusalén, del año 50 de nuestra era, hay que volver a descubrirla ya que la justificación o salvación viene por la fe en Cristo y no por la “ley”, sea mosaica, canónica o coránica (cf Rom 2,26-27; 3,28-30; Gal 3,1-9). Esto de la justificación sigue estando de rabiosa actualidad dado que se está celebrando el 500 aniversario de la Reforma que propuso Lutero y cuyo eje central es esta realidad de Dios para con el hombre.

Como en el Concilio de Jerusalén, aún estamos discutiendo lo mismo: Si Cristo es judío, ¿hay que hacerse judío para salvarse? ¿hay que circuncidar a los gentiles y obligarles a cumplir la ley mosaica? que en versión moderna rezaría: ¿hay que ser "católicos" y "romanos" para salvarse? ¿hay que estar bautizado con agua?

Ni Adán, ni Noé, ni Abraham, ni David, ni el “buen ladrón”, etc, etc, etc, estaban bautizados con agua. ¿Por qué Jesús le dice a Dimas que “hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”?

Cristo vino a instaurar el Reino y para ello fundó la Iglesia; no coinciden aquí; coincidirán en el cielo después de la Parusía (cf Lumen gentium, 5). La Iglesia no es todo el Reino, pues no es fin en sí misma –decía Juan Pablo II-, pero el Reino no puede separarse ni de Cristo ni de la Iglesia (cf Redemptoris missio, 18), que es instrumento universal para instaurar el Reino, para restaurar lo que fue su Reino (el Paraíso) hasta el pecado original. Hay miles de millones de seres humanos en el cielo, salvados, y no han pertenecido formalmente a la Iglesia. Incluso l@s hay que ni siquiera sabían que existía aunque, si la hubiesen conocido, se hubiesen planteado "convertirse".

Cabe pensar cómo serán el hinduismo y las demás religiones cuando se cristianicen, así como meditar cuánto del cristianismo es invento humano, legítimo pero no divino, que no está en el “pack” de Cristo y por eso es mejorable y evolucionista hacia la perfección.

Tocamos indirectamente –recuerda Juan Pablo II- el misterio de la economía divina que ha unido la salvación y la gracia con la cruz” y aceptamos gustosamente la gran misión que los cristianos tenemos encomendada: “revelar a Cristo al mundo (…) ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos y hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vías de desarrollo y países de la opulencia, a todos en definitiva, a conocer las «insondables riquezas de Cristo»” (cf Redemptor hominis,11).

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