dijous, 29 de març del 2018

CENÁCULOS

Jueves Santo, la "última cena"



El Cenáculo en un principio era la sala del piso de arriba de una casa de Jerusalén donde Jesús celebró la llamada “última cena” e instituyó la Eucaristía después de lavar los pies a sus discípulos, pero, a lo largo de los siglos, esa palabra se ha aplicado a ciertas actividades religiosas donde se reúne un grupo de cristian@s.

José de Arimatea, judío del Sanedrín, rico e ilustre, discípulo de Jesús, quizá fuera el dueño de la casa con el Cenáculo y parece que su mujer era María, la madre de Marcos, también era llamado Juan y quizá fuera el chico que huyó del huerto de los olivos soltando la sábana que le cubría.

Tomás, uno de los doce, apóstol, fue el que en el Cenáculo le dijo a Jesús, que se estaba despidiendo: “Señor: no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?" (Jn. 14, 15).

En el Cenáculo los discípulos del Señor esperaban al Espíritu Santo junto a María, la madre de Jesús, y sus hermanos. El mismo Espíritu también actuaba en las almas de aquellas gentes que se arremolinaron junto al Cenáculo para escuchar a Pedro el día de Pentecostés.

Con el tiempo se forma en Roma el Cenáculo del Aventino de san Jerónimo, en casa de Marcela, donde estudiaban las Sdas Escrituras con Lea (+384), Melania, Paula y su hija Eustaquia y otras.

Modesto, patriarca de Jerusalén (+634) restauró los templos de los Santos Lugares de Jerusalén, el del Cenáculo, del Santo Sepulcro, el de Getsemaní y muchos más.

Juliana de Lieja
Juliana de Mont Cornillón o de Lieja (+1258 con 66 años), belga, abadesa agustina, fue instrumento de Dios para fomentar la devoción eucarística del Corpus. Benedicto XVI, hablando de ella (Aud Gral 101117), recordó que Lieja era entonces un “Cenáculo eucarístico” pues antes que Juliana, insignes teólogos habían ilustrado el valor supremo de la Eucaristía y había grupos femeninos de mujeres que vivían juntas, dedicadas al culto eucarístico y a la comunión frecuente.

El santuario austríaco de Nuestra Señora de Mariazell, visitado en 2007 por Benedicto XVI en el 850º aniversario, se considera un Cenáculo de ofrendas, de plegarias y de sentimientos que se elevan en oración. Se considera alma de una Europa que –en el decir de Juan Pablo II- debe respirar por sus dos pulmones, la Europa de los valores, la Europa de la solidaridad, en la que todos se sientan en su propia casa.

En la actualidad parece que existen miles de cenáculos por los cinco continentes donde participan más de un millón de hombres (varones y mujeres) para rezar el Rosario. Son creyentes o no, cristianos o no, budistas, musulmanes, hinduistas, etc. 

Uno de ellos es el Cenáculo del Movimiento Sacerdotal Mariano donde se reza el Rosario y se tiene un acto de consagración hecho al final. Pueden ser Cenáculos regionales o diocesanos con la presencia o el beneplácito del obispo, o Cenáculos familiares en casas particulares.

También existen los Cenáculos de la Asociación Hijos de la Divina Voluntad constituidos por grupos de bautizad@s quienes, en un ambiente de caridad fraterna, profundo recogimiento y espíritu de oración, se reúnen periódicamente para compartir lecturas, reflexiones y oraciones propias de la espiritualidad de la Divina Voluntad, en un ambiente de silencio y meditación.

Los miembros de estos Cenáculos siguen una formación especial, en la cual la obediencia, la disciplina, el sacrificio, el compromiso y la formación espiritual, constituyen principalmente los medios o canales de los que Dios se vale para distribuir sus gracias a los integrantes de estos grupos.

Juan Pablo II estuvo allí en su peregrinación en el 2000 y dijo: “hoy, esta visita al Cenáculo me ofrece la oportunidad de contemplar el Misterio de la Redención en su conjunto”.

Un aspecto a contemplar del Cenáculo es la oración del mismo Jesús señalando el “nuevo” mandamiento que nos da antes de irse y que espera hagamos realidad. La caridad, “como yo os he amado”, es –dejaba escrito el papa Wojtyla- el fruto de la Comunión (Enc. Ut unum sint, 9). Cristo quiere mantener la unidad de los cristianos, sus discípulos, y por eso quiere volver a reunirnos en el Cenáculo donde suplica: ¡que sean uno! (cf UUS, 23).

Después de esa encíclica ecuménica de 1995 (UUS), escribió la carta apostólica al concluir el Gran Jubileo del 2000 en la que escribía: “La triste herencia del pasado nos afecta todavía al cruzar el umbral del nuevo milenio… La realidad de la división se produce en el ámbito de la historia, en las relaciones entre los hijos de la Iglesia, como consecuencia de la fragilidad humana. La oración de Jesús en el Cenáculo -«como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21)- (...) es un imperativo que nos obliga, fuerza que nos sostiene y saludable reproche por nuestra desidia y estrechez de corazón” (NMI, 48).

También recordaba que “en la Eucaristía, Cristo resucitado nos convoca de nuevo como en el Cenáculo para exhalar sobre ellos el Espíritu Santo e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización” (NMI 54).

En la tercera encíclica que dedicó a la tercera Persona divina, el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida (DetV), en 1986, también afirmaba: “Es un hecho histórico que la Iglesia salió del Cenáculo el día de Pentecostés. Espiritualmente está siempre en el Cenáculo, persevera en la oración, como los apóstoles, junto a María, la madre de Cristo (DetV).

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