Motivos para el disgusto
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Benedicto XVI participaba el 14 de marzo de 2010 en el culto de Christuskirche en el templo de la iglesia evangélica luterana de Roma en la via Sicilia, para celebrar juntos los 25 años de la visita de Juan Pablo II en 1983 que participó a su vez en la conmemoración del 500 aniversario del nacimiento de Martín Lutero.
El luteranismo nació el 31 de octubre de 1517 cuando el fraile agustino Lutero (+1546 con 63 años) colgó sus 96 tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos en Wittemberg. En un principio arengó enfurecido contra sus seguidores que empezaron a desmontar templos, quitar imágenes de santos y proclamaba que no se trata de reformar las piedras sino los corazones. Es conocida la disputa en Leipzig en 1519 que tuvo con sus seguidores. Lutero prefería el término “evangélica” a su iglesia en vez de “luterana”. En 1817 los reformadores y luteranos alemanes se unieron aprobando ese nombre o el de “Evangélica Unida”. A su muerte su doctrina se había propagado por Polonia, países bálticos, Hungría, Transilvania, Países Bajos, Escandinavia y Dinamarca.
Un clamor para la reforma
Lutero no es la única voz que reclamaba reforma. Hay multitud de santos de la época que venían reclamándola con la convocación de un concilio. Ya algo parecido había ocurrido tres siglos antes, en tiempos de otra legión de santos y santas. Antes, entre otr@s Catalina de Siena, ahora Teresa de Ávila, que no siempre suenan solamente voces masculinas.
Desde mediados del XV todo el mundo clamaba una reforma de la Iglesia. Cuando los obispos italianos hablaban de reforma de la Iglesia, se referían a que la maquinaria institucional vaticana era demasiado compleja, a que el poder de los cardenales en la Curia vaticana había crecido demasiado y que debería simplificarse una y limitarse el otro. Los religiosos pedían la reforma indicando la necesidad de adaptar la observancia de su Congregación a los patrones del fundador. Si eran laicos, se referían a los intolerables abusos de los tribunales y de la jurisdicción eclesiástica, que era un obstáculo para la administración civil.
Todos, incluidos los eclesiásticos, consideraban las contribuciones fiscales de los países cristianos a la Curia vaticana excesivas y mal utilizadas. Se quejaban también de que las censuras eclesiásticas –excomunión y entredicho- se usaran por la Santa Sede con tanta facilidad o con razones triviales para la colecta de impuestos, por ejemplo.
Abundaban obispos y prelados, orgullosos de su origen noble, deseosos de aumentar sus rentas y prebendas, ávidos de poder, con escasa formación doctrinal y descuidada vida interior. Muchos miembros del clero, alto y bajo, llevaba una mediocre vida espiritual, cuando no escandalosa, viviendo público concubinato e incumpliendo sus funciones pastorales. En el vértice de la Iglesia la situación era también lamentable. No es extraño que surgieran movimientos como los “espirituales” o Guillermo de Ockam (1295-1349) que no sólo negaban toda potestad temporal al Papa, sino también parte de la espiritual no reconociendo su infalibilidad y sometiéndolo al Concilio.
Este desprestigio se prolongaba y acrecentaba durante el lamentable Cisma de Avignon cuando hubo dos (incluso tres) papas.
Después de Constanza los esfuerzos de reforma fueron dirigidos a restaurar la autoridad pontificia (ciertamente confundida con el poder) cancelando jurídicamente el conciliarismo, pero desde Sixto IV (1471), los papas se dejaron arrastrar por la mundanidad, cayeron en el nepotismo, su moralidad, cuando menos, dejaba mucho que desear, se cuidaban más que nada de la seguridad de sus Estados Pontificios (que equivocadamente se vienen identificando con la Iglesia) y del logro de sus aspiraciones políticas.
La Cristiandad contempla, atónita, la inmoralidad de los Borgias (Alejandro VI), de Julio II (con la espada y el yelmo ceñido al frente de sus ejércitos papales), y de León X que vive en el lujo y el boato. El desprestigio de los eclesiásticos era tal que en 1502 Erasmo podía decir, con regocijo, que el mayor insulto para un laico era llamarle “clérigo” o “monje”. Había un clamor de reforma tal que, aun sin Lutero, hubiera llegado Trento. Mientras Lutero pedía un Concilio libre, cristiano y alemán, el Espíritu estaba ya haciendo la reforma por la periferia en algunos sant@s.
Motivos para la protesta
El Cisma de Oriente (1054) había supuesto la pérdida de una considerable fuente de ingresos para Roma provenientes de las Iglesias ortodoxas. Ahora se incrementó la crisis económica con la rotura de los de la Reforma (Cisma de Occidente) que supuso otro fuerte recorte de ingresos, ahora procedentes de las iglesias europeas del norte, sobre todo de las ricas iglesias alemanas.
Así lo manifestó Juan Pablo II en su última visita a Alemania, en junio de 1996, durante la celebración ecuménica en la catedral de Paderborn: “La demanda de reforma de la Iglesia que hacía Lutero, en su intención original, era una llamada a la penitencia y a la renovación, que deben comenzar en la vida de toda persona. Muchos son los motivos por los que, desde aquel comienzo, se llegó a la separación. Entre éstos se halla la no correspondencia de la Iglesia católica a la voluntad de Cristo, de la que se había lamentado el Papa Adriano VI con palabras conmovedoras, el influjo de intereses políticos y económicos y también la misma pasión de Lutero que lo arrastró mucho más allá de sus intenciones iniciales”.
Es innegable el disgusto que Lutero se llevó cuando estuvo en Roma y vio el despilfarro y el escándalo anti-evangélico de algunos jerarcas. ¿Para eso el dinero de las indulgencias? El papa León X, que no supo evitar el cisma de Lutero, fue el organizador del más grande y fastuoso banquete con más de 30.000 comensales en la plaza del Capitolio. Al papa Borgia, Alejandro VI (1492-1503), se le atribuye haber inventado la cena de Nochebuena; él y sus amantes, la célebre Vannozza y Giulia Farnesio, solían celebrar la espera de Navidad degustando grandes dulces de azúcar en forma de Nacimiento. Pero el más glotón parece haber sido Martín IV (1281-85) cuya obsesión por el pescado, más que su subordinación a la política de Carlos d’Anjou, impresionó a Dante. Murió de ingestión.
Sigue de moda en algunos ambientes el pequeño ensayo del sajón G. Friedrich von Hardenberg (Novalis), La Cristiandad o Europa (Die Christenheit oder Europa, 1799) en el que hace un llamamiento místico a la unidad europea, fundamentada en la Cristiandad y en una Iglesia visible. Después de lograrlo, se unirán a Europa los demás pueblos de la tierra para proclamar una paz perpetua. La obra de Novalis se convirtió en un documento de la Restauración, siendo un texto utópico por sus tintes apocalípticos e irreales que, sin embargo, atrae a quienes aspiran superar las ideologías nacionalistas y buscar las raíces espirituales europeas para hacer efectiva en la sociedad una ética cristiana como ocurrió en el medievo.
Novalis opina que fue Lutero quien, desconociendo el espíritu del Cristianismo, promovió el movimiento revolucionario que culminó con la Revolución francesa. El círculo romántico de Jena se quedó atónito y Goethe desaconsejó su publicación.

El luteranismo nació el 31 de octubre de 1517 cuando el fraile agustino Lutero (+1546 con 63 años) colgó sus 96 tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos en Wittemberg. En un principio arengó enfurecido contra sus seguidores que empezaron a desmontar templos, quitar imágenes de santos y proclamaba que no se trata de reformar las piedras sino los corazones. Es conocida la disputa en Leipzig en 1519 que tuvo con sus seguidores. Lutero prefería el término “evangélica” a su iglesia en vez de “luterana”. En 1817 los reformadores y luteranos alemanes se unieron aprobando ese nombre o el de “Evangélica Unida”. A su muerte su doctrina se había propagado por Polonia, países bálticos, Hungría, Transilvania, Países Bajos, Escandinavia y Dinamarca.
Un clamor para la reforma
Lutero no es la única voz que reclamaba reforma. Hay multitud de santos de la época que venían reclamándola con la convocación de un concilio. Ya algo parecido había ocurrido tres siglos antes, en tiempos de otra legión de santos y santas. Antes, entre otr@s Catalina de Siena, ahora Teresa de Ávila, que no siempre suenan solamente voces masculinas.
Desde mediados del XV todo el mundo clamaba una reforma de la Iglesia. Cuando los obispos italianos hablaban de reforma de la Iglesia, se referían a que la maquinaria institucional vaticana era demasiado compleja, a que el poder de los cardenales en la Curia vaticana había crecido demasiado y que debería simplificarse una y limitarse el otro. Los religiosos pedían la reforma indicando la necesidad de adaptar la observancia de su Congregación a los patrones del fundador. Si eran laicos, se referían a los intolerables abusos de los tribunales y de la jurisdicción eclesiástica, que era un obstáculo para la administración civil.
Todos, incluidos los eclesiásticos, consideraban las contribuciones fiscales de los países cristianos a la Curia vaticana excesivas y mal utilizadas. Se quejaban también de que las censuras eclesiásticas –excomunión y entredicho- se usaran por la Santa Sede con tanta facilidad o con razones triviales para la colecta de impuestos, por ejemplo.
Abundaban obispos y prelados, orgullosos de su origen noble, deseosos de aumentar sus rentas y prebendas, ávidos de poder, con escasa formación doctrinal y descuidada vida interior. Muchos miembros del clero, alto y bajo, llevaba una mediocre vida espiritual, cuando no escandalosa, viviendo público concubinato e incumpliendo sus funciones pastorales. En el vértice de la Iglesia la situación era también lamentable. No es extraño que surgieran movimientos como los “espirituales” o Guillermo de Ockam (1295-1349) que no sólo negaban toda potestad temporal al Papa, sino también parte de la espiritual no reconociendo su infalibilidad y sometiéndolo al Concilio.

Después de Constanza los esfuerzos de reforma fueron dirigidos a restaurar la autoridad pontificia (ciertamente confundida con el poder) cancelando jurídicamente el conciliarismo, pero desde Sixto IV (1471), los papas se dejaron arrastrar por la mundanidad, cayeron en el nepotismo, su moralidad, cuando menos, dejaba mucho que desear, se cuidaban más que nada de la seguridad de sus Estados Pontificios (que equivocadamente se vienen identificando con la Iglesia) y del logro de sus aspiraciones políticas.
La Cristiandad contempla, atónita, la inmoralidad de los Borgias (Alejandro VI), de Julio II (con la espada y el yelmo ceñido al frente de sus ejércitos papales), y de León X que vive en el lujo y el boato. El desprestigio de los eclesiásticos era tal que en 1502 Erasmo podía decir, con regocijo, que el mayor insulto para un laico era llamarle “clérigo” o “monje”. Había un clamor de reforma tal que, aun sin Lutero, hubiera llegado Trento. Mientras Lutero pedía un Concilio libre, cristiano y alemán, el Espíritu estaba ya haciendo la reforma por la periferia en algunos sant@s.
Motivos para la protesta
El Cisma de Oriente (1054) había supuesto la pérdida de una considerable fuente de ingresos para Roma provenientes de las Iglesias ortodoxas. Ahora se incrementó la crisis económica con la rotura de los de la Reforma (Cisma de Occidente) que supuso otro fuerte recorte de ingresos, ahora procedentes de las iglesias europeas del norte, sobre todo de las ricas iglesias alemanas.
Así lo manifestó Juan Pablo II en su última visita a Alemania, en junio de 1996, durante la celebración ecuménica en la catedral de Paderborn: “La demanda de reforma de la Iglesia que hacía Lutero, en su intención original, era una llamada a la penitencia y a la renovación, que deben comenzar en la vida de toda persona. Muchos son los motivos por los que, desde aquel comienzo, se llegó a la separación. Entre éstos se halla la no correspondencia de la Iglesia católica a la voluntad de Cristo, de la que se había lamentado el Papa Adriano VI con palabras conmovedoras, el influjo de intereses políticos y económicos y también la misma pasión de Lutero que lo arrastró mucho más allá de sus intenciones iniciales”.
Es innegable el disgusto que Lutero se llevó cuando estuvo en Roma y vio el despilfarro y el escándalo anti-evangélico de algunos jerarcas. ¿Para eso el dinero de las indulgencias? El papa León X, que no supo evitar el cisma de Lutero, fue el organizador del más grande y fastuoso banquete con más de 30.000 comensales en la plaza del Capitolio. Al papa Borgia, Alejandro VI (1492-1503), se le atribuye haber inventado la cena de Nochebuena; él y sus amantes, la célebre Vannozza y Giulia Farnesio, solían celebrar la espera de Navidad degustando grandes dulces de azúcar en forma de Nacimiento. Pero el más glotón parece haber sido Martín IV (1281-85) cuya obsesión por el pescado, más que su subordinación a la política de Carlos d’Anjou, impresionó a Dante. Murió de ingestión.
Sigue de moda en algunos ambientes el pequeño ensayo del sajón G. Friedrich von Hardenberg (Novalis), La Cristiandad o Europa (Die Christenheit oder Europa, 1799) en el que hace un llamamiento místico a la unidad europea, fundamentada en la Cristiandad y en una Iglesia visible. Después de lograrlo, se unirán a Europa los demás pueblos de la tierra para proclamar una paz perpetua. La obra de Novalis se convirtió en un documento de la Restauración, siendo un texto utópico por sus tintes apocalípticos e irreales que, sin embargo, atrae a quienes aspiran superar las ideologías nacionalistas y buscar las raíces espirituales europeas para hacer efectiva en la sociedad una ética cristiana como ocurrió en el medievo.
Novalis opina que fue Lutero quien, desconociendo el espíritu del Cristianismo, promovió el movimiento revolucionario que culminó con la Revolución francesa. El círculo romántico de Jena se quedó atónito y Goethe desaconsejó su publicación.
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