La ruptura en 1054
Diferencias doctrinales
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Diferencias doctrinales
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El de Constantinopla tiene la primacía de honor (no jurídica ni pastoral ni administrativa) y se le considera “primus inter pares” que, antes de la separación se atribuía al de Roma.
Entre los siglos VIII y XI se produjo el adelantamiento de Constantinopla pues Alejandría, Jerusalén y Antioquía habían perdido prestigio al caer bajo dominio islámico. Luego irrumpirá con fuerza Moscú que llegará a proclamarse la tercera Roma.
Las Iglesias ortodoxas cuentan con 30.142 parroquias, 160 diócesis, 207 obispos y un total de clérigos de 32.266. Son casi 300 millones de fieles, la tercera comunidad después de la católica romana y los de la Reforma. En el último año el patriarcado de Moscú ha abierto 900 nuevas parroquias, y el número total de clérigos ha aumentado en más de 1500.
Razones ortodoxas para la ruptura
Para algunos occidentales latinos en la ruptura está el que Roma no admitía la “sinfonía” que propugnaban los orientales entre Iglesia y Estado, entre el poder del Emperador y el del Patriarca y que la separación fue más por esta razón que razones doctrinales (como el Filioque) o de liturgia. La unidad se venía cuarteando hacía siglos. En el 692 el Papa se negó a firmar los acuerdos del Concilio Quinisexto que sí habían firmado sus legados enviados a Constantinopla. Al Concilio de Constantinopla en 869 asistieron los últimos legados pontificios; desde entonces se abrió la fractura que desembocaría en el Gran Cisma dos siglos después.
En reciente encuentro entre católicos y ortodoxos, un ponente de ellos -sigo su relato- exponía que "en la Cristiandad, el Sacro Imperio Romano Germánico, los emperadores germanos apoyaron el movimiento de reforma, y para fortalecer al papado elevaron a sus parientes al trono pontificio. Una vez más — como en tiempos de Carlomagno dos siglos antes — la alianza del poder temporal y el espiritual resultó en detrimento de la tradición de la Iglesia.
Para algunos occidentales latinos en la ruptura está el que Roma no admitía la “sinfonía” que propugnaban los orientales entre Iglesia y Estado, entre el poder del Emperador y el del Patriarca y que la separación fue más por esta razón que razones doctrinales (como el Filioque) o de liturgia. La unidad se venía cuarteando hacía siglos. En el 692 el Papa se negó a firmar los acuerdos del Concilio Quinisexto que sí habían firmado sus legados enviados a Constantinopla. Al Concilio de Constantinopla en 869 asistieron los últimos legados pontificios; desde entonces se abrió la fractura que desembocaría en el Gran Cisma dos siglos después.
En reciente encuentro entre católicos y ortodoxos, un ponente de ellos -sigo su relato- exponía que "en la Cristiandad, el Sacro Imperio Romano Germánico, los emperadores germanos apoyaron el movimiento de reforma, y para fortalecer al papado elevaron a sus parientes al trono pontificio. Una vez más — como en tiempos de Carlomagno dos siglos antes — la alianza del poder temporal y el espiritual resultó en detrimento de la tradición de la Iglesia.

Cuando en 1014 el emperador Enrique II (más tarde canonizado con su esposa Cunegunda) fue coronado en Roma, los cantores de su séquito entonaron el Credo con la adición del Filioque sin que nadie se sintiera molesto. Fue el triunfo definitivo de los teólogos francos: en la basílica de San Pedro, presidida por el que hubiera debido ser el principal defensor de la Tradición conciliar, se cumplía un acto ignominioso por la simple voluntad de un soberano temporal. El "cesaro-papismo" occidental fue más nefasto para la Iglesia que el oriental.
La modificación del Credo de los Concilios, realizada unilateralmente por una Iglesia — sin consulta conciliar alguna con las otras Iglesias hermanas-, es lo que Khomiakov llamó un "fratricidio moral”.
Orgullosa de su extensión y de su poder material, independizada del Imperio bizantino por la espada de los francos y de Carlomagno, la provincia romana — en el siglo IX de nuestra era — sin haber consultado a sus hermanos, sin siquiera haberse dignado informarlos... Nunca había tenido lugar en el mundo una violación más total de las leyes de la Iglesia, una negación más completa de su espíritu y su doctrina, un cisma más manifiesto".
La ruptura en 1054

“No negamos a la Iglesia romana el primado entre los cinco Patriarcados hermanos, y le reconocemos el derecho de sentarse en el lugar más honorable del Concilio ecuménico. Pero ella se separó de nosotros por su orgullo, cuando por orgullo usurpó una monarquía que no le competía tener. ¿Cómo podríamos aceptar sus decretos, que fueron promulgados sin habernos consultado, sin que ni siquiera se nos hubiera informado? Si el pontífice romano, sentado en el trono elevado de su gloria, quiere tronar contra nosotros y vociferar sus órdenes desde toda su altura; si él desea juzgarnos — y hasta gobernarnos — a nosotros y a nuestras Iglesias, no de acuerdo con nosotros sino según su buen deseo, ¿qué especie de fraternidad o de parentesco puede haber entre nosotros y él? Seríamos los esclavos — y no los hijos — de una Iglesia así, y la Sede romana no sería la piadosa madre de hijos, sino la dueña arrogante de esclavos... Imploro perdón por hablar así de la Iglesia romana, pues la venero como usted, pero no puedo seguirla en todo, y no pienso que deba necesariamente ser seguida en todo” (Carta de Nicetas, obispo de Nicomedia, a un obispo occidental).

En este contexto se produjo el episodio lamentable de lo que se llama "el Gran Cisma de 1054”. Humberto y los legados papales entablaron un diálogo de sordos con el Patriarca de Constantinopla — Miguel Cerulario-, hombre distinguido pero de miras estrechas, imbuido de la dignidad de su cargo. Miguel había tomado ciertas medidas que tendían también a una unificación, al querer imponer prácticas rituales a la Iglesia armenia y a las iglesias latinas de Constantinopla. Esto había dado origen a querellas estériles sobre problemas de magnitud tan diversa como — entre otros — el uso de la levadura en el pan eucarístico, el largo del pelo y la barba de los monjes, la comunión bajo las dos especies, el canto del Aleluya en Cuaresma, la necesidad del celibato para los clérigos mayores y la de ayunar los sábados; querellas que a veces evidenciaban la total ignorancia de legítimas tradiciones occidentales por parte del Patriarca.
Por su lado, Humberto trató de hacer entender al Patriarca que debía "someterse" al Papa romano. En medio de esta situación confusa e irresoluble, llegó la noticia de que León IX había muerto, cautivo de los normandos. Miguel suspendió inmediatamente sus conflictivos contactos con los legados, declarando que sus credenciales no eran válidas. Humberto — con sus poses teatrales, sus excesos de lenguaje y su comportamiento truculento — decidió entonces actuar por su cuenta, y el 16 de julio de 1054, en el momento en que iba a iniciarse la Divina Liturgia, colocó sobre el altar de Santa Sofía la bula de excomunión del Patriarca de Constantinopla y sus principales sostenedores. Este documento es uno de los más grotescos de la historia de la Iglesia: en él, Humberto acusa al Patriarca de herejía por utilizar pan leudado para la eucaristía, de haber corrompido el Credo Niceno suprimiendo el Filioque, y de simonía y libertinaje al permitir el matrimonio de los clérigos.
Ante tal serie de despropósitos, el Patriarca excomulgó a su vez a Humberto y a los otros legados. El emperador de Oriente, sin embargo, lo hizo volver a Roma cargado de regalos, esperando que el nuevo Papa repudiase la acción del irascible cardenal. Pero esta esperanza se vio frustrada, pues los normandos estaban decididos a evitar una alianza entre el Papa y el emperador de Oriente, e hicieron imposible la reanudación de las negociaciones. Es digno de notar que se rompiera la comunión entre Roma y Constantinopla cuando se hallaba vacante la sede papal, y que ningún pontífice romano confirmase jamás el acto de excomunión, ni tampoco lo repudiase realmente.

Pablo VI, como primer paso ecuménico, se reunió con el Patriarca Atenágoras y se levantaron las mutuas excomuniones por lo que se supone que pensarían que habían sido legales en su día.
Diferencias doctrinales
El concilio II de Lyon de 1274 ya intentó la unión con los griegos con el concilio convocado por el papa Gregorio X y al que acudieron grandes santos y gigantes de la teología como san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. También asistieron el rei en Jaume I el conqueridor, delegados del emperador Miguel II Paleólogo, embajadores de los reyes de Francia, Alemania, Inglaterra, Escocia, Sicilia, etc. junto con los embajadores del Khan de los tártaros que podrían aceptar aliarse con los cristianos para emparedar a los musulmanes. El Concilio, entre otros temas, tomó la decisión de resolver el conflicto entre Alfonso X el sabio y Rodolfo de Habsburgo para ser el emperador del sacro Imperio; el concilio se definió por el segundo.
Diferencias doctrinales
El concilio II de Lyon de 1274 ya intentó la unión con los griegos con el concilio convocado por el papa Gregorio X y al que acudieron grandes santos y gigantes de la teología como san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. También asistieron el rei en Jaume I el conqueridor, delegados del emperador Miguel II Paleólogo, embajadores de los reyes de Francia, Alemania, Inglaterra, Escocia, Sicilia, etc. junto con los embajadores del Khan de los tártaros que podrían aceptar aliarse con los cristianos para emparedar a los musulmanes. El Concilio, entre otros temas, tomó la decisión de resolver el conflicto entre Alfonso X el sabio y Rodolfo de Habsburgo para ser el emperador del sacro Imperio; el concilio se definió por el segundo.
El Aquinate que -con sólo 49 años- murió de camino al concilio, había preparado un informe respecto a la unión con los griegos y veía la aventura fracasada desde su inicio pues, estudiando la situación del momento, consideraba que al haberse separado de Roma (cayendo en el cisma) habían caído también en la herejía y no habría nada que hacer. Buenaventura y el ortodoxo Juan Bekkos lograron un acuerdo sobre las diferencias existentes.
Doctrinalmente rechazan el “Filioque” que los de Roma aprobaron en el Concilio Nicea-Constantinopla pues no creen que el Espíritu Santo proceda del Padre y del Hijo, sino únicamente del Padre aunque a través del Hijo. Los católicos romanos suelen representar la Santísima Trinidad con un triángulo y ellos lo tachan de herejía pues el logo sería una línea recta.
Creen que la transubstanciación del pan y del vino en la Misa ocurre en toda la Plegaria eucarística (Prefacio, Consagración y Epíclesis) y no sólo en el momento que los romanos dicen la consagración. No admiten el dogma de la Inmaculada Concepción de María ni que sea corredentora. Aunque rezan por los difuntos, no creen en la existencia del purgatorio por la insuficiencia de los datos bíblicos.
Respecto al celibato sacerdotal, ellos recuerdan datos históricos que los latinos suelen olvidar o silenciar. En 910 en Occidente se funda la abadía de Cluny y los monjes fueron ocupando cargos eclesiásticos importantes: obispados, cardenalatos y — finalmente — pontificados. Su objetivo era constituir un clero disciplinado, "puro" y obediente bajo la férula del obispo de Roma. Como monjes, imprimieron a toda su obra un estilo monástico, y los remedios que propusieron a toda la cristiandad eran de carácter monástico.
Así, en 1022, en un concilio realizado en Pavía, se impone el celibato a los presbíteros, incluyéndolos en una disciplina propia de monjes, y sin discernir siquiera la diferencia entre matrimonio y libertinaje sexual.
Respecto al Primado del Obispo de Roma, ellos consideran que la historia selló después, golpe a golpe, la tragedia proclamada en 1054. Bajo el nombre de Gregorio VII, Hildebrando en 1074 llevó adelante la reforma iniciada por sus predecesores con insistencia inflexible, apoyado en argumentos lógicos que sostenían el poder soberano y la autoridad de derecho divino de su Sede apostólica. Rígido, de pretensiones obstinadas, quería sin embargo poner su autoridad al servicio de lo que consideraba la justicia, identificada con la voluntad de Dios. Pero su sed de poder no tenía límites.
Doctrinalmente rechazan el “Filioque” que los de Roma aprobaron en el Concilio Nicea-Constantinopla pues no creen que el Espíritu Santo proceda del Padre y del Hijo, sino únicamente del Padre aunque a través del Hijo. Los católicos romanos suelen representar la Santísima Trinidad con un triángulo y ellos lo tachan de herejía pues el logo sería una línea recta.
Creen que la transubstanciación del pan y del vino en la Misa ocurre en toda la Plegaria eucarística (Prefacio, Consagración y Epíclesis) y no sólo en el momento que los romanos dicen la consagración. No admiten el dogma de la Inmaculada Concepción de María ni que sea corredentora. Aunque rezan por los difuntos, no creen en la existencia del purgatorio por la insuficiencia de los datos bíblicos.
Respecto al celibato sacerdotal, ellos recuerdan datos históricos que los latinos suelen olvidar o silenciar. En 910 en Occidente se funda la abadía de Cluny y los monjes fueron ocupando cargos eclesiásticos importantes: obispados, cardenalatos y — finalmente — pontificados. Su objetivo era constituir un clero disciplinado, "puro" y obediente bajo la férula del obispo de Roma. Como monjes, imprimieron a toda su obra un estilo monástico, y los remedios que propusieron a toda la cristiandad eran de carácter monástico.
Así, en 1022, en un concilio realizado en Pavía, se impone el celibato a los presbíteros, incluyéndolos en una disciplina propia de monjes, y sin discernir siquiera la diferencia entre matrimonio y libertinaje sexual.

El decreto Dictatus Pape de Gregorio VII es un texto pavoroso que muestra el grado de deformación a que puede llegar la mentalidad en una Iglesia que no tiene hermanas. El Papa se considera superior a los otros hombres, superior a los otros obispos, superior al Emperador, al que excomulga en 1077 (acto sin precedentes) y al que perdona en el célebre episodio de Canossa. Esta intransigencia ideológica, este delirio, produjo inmediatamente cismas internos, guerras, motines, saqueos, divisiones, y terminó con el exilio de Gregorio, que muere en Salerno mientras en Roma reina el Antipapa Clemente III.
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